Nada es para tanto
JULIO ORTEGA
El trabajo literario de Oscar de la Borbolla (México, 1953) es un asedio de las apariciones del azar y, por ello mismo, se desarrolla con rigor sistemático y casi obsesivo registro. Podría haber sido un explorador dadaísta, provisto de una mirada privilegiada para la excepción. Pero también un etnógrafo de la vida cotidiana. En cambio, es una suerte de cronista de la ciudad imaginaria, de un México sobrerreal (no fantástico, sino hiperrealista), donde da cita, literalmente, a las disrupciones del azar, que consigna en su crónica como un verdadero destiempo histórico.
Por eso, llama ucronías a sus trabajos, y se asume como escritor ucrónico. No es, pues, un cronista que registra los órdenes de la temporalidad, sino un contracronista, un lúcido vigilante de la contracorriente. Sus crónicas no testimonian, así, el tiempo, sino el contratiempo; esa abundancia de la casualidad como excepción de la lógica cotidiana y como irrupción de la porfiada fantasía de vivir casi aquí y a deshora.
La ucronía, por sí misma, debe ser uno de los ejercicios intelectuales más gratuitos: supone reescribir la historia como pudiese haber sido. De la Borbolla hace suyo ese probabilismo irónico para sugerir que estamos hechos, en esta América Latina de tiempos incautados y desvividos, de aquello que pudo haber sido y no fue. Pero, claro, libre de la piedad y el sentimentalismo que esta retórica de la identidad nuestra suele exhibir, De la Borbolla reescribe la historia cotidiana como el margen de subversión antidramática que podemos hallar en la cotidianidad.
La ucronía y lo ucrónico, según entiendo, es para él la forma irónica, no utilitaria, sobrerracional, de una escritura intragenérica (desborda el periodismo y atraviesa la narración) que da testimonio de hechos y gentes, episodios y aventuras, donde las cosas ocurren con lógica paradojal, poniendo en crisis los códigos naturalizadores. Es cierto que la ficción hace, en sus mejores momentos, eso mismo. Pero el ucronismo es deliberado y metódico: una investigación de los márgenes alternos.
El primer libro de Oscar de la Borbolla, Las vocales malditas (Ilustrado por José Luis Cuevas, 1988 y 1991) fue un verdadero tour de force: cada relato está escrito con palabras que sólo tienen la misma vocal. “Los locos somos otros”, por ejemplo, excluye todas las vocales salvo la o; y son así, cinco relatos. Estos textos prueban el talento de su autor para un juego cargado: la arbitrariedad del juego formal sólo es aparente. La vocal dominante resta del lenguaje su habla casual y la vuelve otra versión de las cosas. Se trata de otra manera de nombrar dentro del mismo lenguaje, citando, en su fonética arbitraria, un propósito obsesivo y sistemático, que asedia a los significados con su ironía y su burla. Así, los significantes son la parte ligeramente perversa de la significación; no solamente su vía expresiva.
El gesto ucrónico radica aquí en la reescritura: la substracción de una sola vocal cambia el orden del lenguaje, esto es, la normatividad que dicta al mundo. Estas substracciones sistemáticas anuncian también la otra ruta maliciosa de esta escritura: la puesta en duda de la lógica reguladora. Casi todo está aquí, por eso, cargado de dobles intenciones. Estas ironías son también asomos de la sátira que está, como un subtexto racionalizador y demostrativo, en estos relatos y crónicas. La impecable prosa, las manías clasificatorias, las máscaras narrativas, las estrategias formales, son la metódica formalidad que hace de Ucronías (Joaquín Mortiz, 1990) un libro de estirpe satírica, en la tradición que viene de Swift, con gusto por el absurdo ilustrativo y el humor alegórico. En estas ucronías llueve sangre, los pordioseros se apoderan de la ciudad, los personajes literarios inician una revolución, y se propone el movimiento ucrónico de anarquía radical; en uno y otro caso, siempre, la variante del absurdo irónico posee la convicción crítica de la mejor sátira.
En su novela Nada es para tanto (Mortiz, 1991) Oscar de la Borbolla lleva su exploración por un camino no menos elaborado, aunque en un relato de fácil factura y lectura. Se trata de la biografía ejemplar de un joven mexicano desclasado, escrita con desenfado satírico, humor festivo, y sobretonos sarcásticos. Esta perspectiva biográfica deduce ya la crónica picaresca del aprendizaje social, y, por lo mismo, la racionalidad crítica, hecha con una lengua franca urbana popular. El antihéroe corresponde bien al esquema picaresco: se trata de la sobrevivencia elemental del sujeto sin destino social. Pero esta marginalidad es aquí plenamente asumida, sin culpa ni malestar: el joven, como un estereotipo cómico del amoralismo urbano, hace toda una carrera de gigoló en el centro de la vida social, en el turismo. Porque si el turismo es la metáfora privilegiada del mercado como centro de la modernidad mexicana, estos héroes confirman la naturaleza del intercambio. Esto es, la prostitución masculina no es sino otra forma negociada de la racionalidad de una economía definida por su capacidad de captar ingresos. No en vano, la muchacha del servicio con la que el joven pícaro quiere entablar una relación amorosa no económica, ha entregado también su cuerpo al turismo; sólo que lo hace de un modo mecánico, sin poner un precio, cándida y cómicamente. Pero el pícaro, en esta novela, ya no tiene conciencia de las contradicciones que lo han producido: su inocencia es a prueba de experiencia. Más bien, como en la versión más actual de la alineación, su mundo cotidiano de sobreviviente es el único mundo posible.
En su novela breve La cándida Eréndira, Gabriel García Márquez nos había dado una metáfora magistral de la economía como destino social: la prostitución aparecía como la equivalencia del contrabando; esto es, la forma económico–social del contrabando era alegorizada en el intercambio sexual prostituido. Oscar de la Borbolla nos sugiere que la prostitución es la forma económica de la integración social: su patético antihéroe se convierte en una persona social gracias a que se vende. Esta materia prima mexicana, se diría, tiene una crudeza satírica pareja a la miseria social y moral que la novela implica. En la brutalidad de las relaciones económicas dominantes, en el mercado que reemplaza a la historia, sólo queda el habla elemental, el malestar de decir el mundo como si fuera un lugar enemigo.
Todo ello ocurre como un intertexto, nunca como un discurso evidente, ni mucho menos como una crítica fácil. Al contrario, la trampa de la novela es que se hace leer como si el mundo que narra fuese naturalmente tal cual. Es decir, asume la corrupción del universo social como la lógica de la interacción humana. El humor, el erotismo, la aventura, son la fácil, amena, ligera materia del discurso. Sólo que estamos, claro, ante una construcción paradójica: la sátira funciona, justamente, asumiendo que estamos en el peor de los mundos. En ese sentido, su demostración es agudamente crítica. Y deja al lector librado a su suerte: el lugar que en la lectura elige es homólogo al lugar que en la sociedad tiene.
El padre de Gabriel, un héroe social tradicional, confinado a su peluquería, al renglón de los servicios pre–modernos, es estafado cuando adquiere un “peine importado”; su hijo, el pícaro es parte ya de otra lógica económica, y sus servicios corresponden a la modernización del “mercado libre”, a sus márgenes y residuos. Gabriel es como un cándido de estos tiempos de exportación, que es corrompido alegremente, colonizado sin pena, y negociado en el “mercado negro”. Forma parte, en efecto, de ese gran contingente de la informalidad, donde algunos teóricos de la modernización compulsiva y el neo–liberalismo autoritario han creído ver la nueva clientela del capitalismo triunfante. Máxima ironía: que las víctimas del sistema sean vistos como su avanzada. Pero en verdad, estos pobres diablos del bienestar aparente sólo confirman la desigualdad creciente. Y los estudios más recientes demuestran su vocación antisocial y autoritaria.
En Cristobal nonato Calos Fuentes concibió una de las imágenes más feroces de la alineación popular; el Ayatola Matamoros, cacique del fundamentalismo guadalupano, atroz metáfora de un futuro antidemocrático. En su novela, De la Borbolla nos entrega una imagen no menos feroz: la comedia deshumanizada del mercado neoliberal.
Así, reescribiendo la historia para mostrarnos una alternativa posible y humorística de su arbitrariedad, Oscar de la Borbolla ha terminado por ofrecernos un Cándido mexicano: un inocente corrompido por la versión dominante del mejor de los mundos.
JULIO ORTEGA
El trabajo literario de Oscar de la Borbolla (México, 1953) es un asedio de las apariciones del azar y, por ello mismo, se desarrolla con rigor sistemático y casi obsesivo registro. Podría haber sido un explorador dadaísta, provisto de una mirada privilegiada para la excepción. Pero también un etnógrafo de la vida cotidiana. En cambio, es una suerte de cronista de la ciudad imaginaria, de un México sobrerreal (no fantástico, sino hiperrealista), donde da cita, literalmente, a las disrupciones del azar, que consigna en su crónica como un verdadero destiempo histórico.
Por eso, llama ucronías a sus trabajos, y se asume como escritor ucrónico. No es, pues, un cronista que registra los órdenes de la temporalidad, sino un contracronista, un lúcido vigilante de la contracorriente. Sus crónicas no testimonian, así, el tiempo, sino el contratiempo; esa abundancia de la casualidad como excepción de la lógica cotidiana y como irrupción de la porfiada fantasía de vivir casi aquí y a deshora.
La ucronía, por sí misma, debe ser uno de los ejercicios intelectuales más gratuitos: supone reescribir la historia como pudiese haber sido. De la Borbolla hace suyo ese probabilismo irónico para sugerir que estamos hechos, en esta América Latina de tiempos incautados y desvividos, de aquello que pudo haber sido y no fue. Pero, claro, libre de la piedad y el sentimentalismo que esta retórica de la identidad nuestra suele exhibir, De la Borbolla reescribe la historia cotidiana como el margen de subversión antidramática que podemos hallar en la cotidianidad.
La ucronía y lo ucrónico, según entiendo, es para él la forma irónica, no utilitaria, sobrerracional, de una escritura intragenérica (desborda el periodismo y atraviesa la narración) que da testimonio de hechos y gentes, episodios y aventuras, donde las cosas ocurren con lógica paradojal, poniendo en crisis los códigos naturalizadores. Es cierto que la ficción hace, en sus mejores momentos, eso mismo. Pero el ucronismo es deliberado y metódico: una investigación de los márgenes alternos.
El primer libro de Oscar de la Borbolla, Las vocales malditas (Ilustrado por José Luis Cuevas, 1988 y 1991) fue un verdadero tour de force: cada relato está escrito con palabras que sólo tienen la misma vocal. “Los locos somos otros”, por ejemplo, excluye todas las vocales salvo la o; y son así, cinco relatos. Estos textos prueban el talento de su autor para un juego cargado: la arbitrariedad del juego formal sólo es aparente. La vocal dominante resta del lenguaje su habla casual y la vuelve otra versión de las cosas. Se trata de otra manera de nombrar dentro del mismo lenguaje, citando, en su fonética arbitraria, un propósito obsesivo y sistemático, que asedia a los significados con su ironía y su burla. Así, los significantes son la parte ligeramente perversa de la significación; no solamente su vía expresiva.
El gesto ucrónico radica aquí en la reescritura: la substracción de una sola vocal cambia el orden del lenguaje, esto es, la normatividad que dicta al mundo. Estas substracciones sistemáticas anuncian también la otra ruta maliciosa de esta escritura: la puesta en duda de la lógica reguladora. Casi todo está aquí, por eso, cargado de dobles intenciones. Estas ironías son también asomos de la sátira que está, como un subtexto racionalizador y demostrativo, en estos relatos y crónicas. La impecable prosa, las manías clasificatorias, las máscaras narrativas, las estrategias formales, son la metódica formalidad que hace de Ucronías (Joaquín Mortiz, 1990) un libro de estirpe satírica, en la tradición que viene de Swift, con gusto por el absurdo ilustrativo y el humor alegórico. En estas ucronías llueve sangre, los pordioseros se apoderan de la ciudad, los personajes literarios inician una revolución, y se propone el movimiento ucrónico de anarquía radical; en uno y otro caso, siempre, la variante del absurdo irónico posee la convicción crítica de la mejor sátira.
En su novela Nada es para tanto (Mortiz, 1991) Oscar de la Borbolla lleva su exploración por un camino no menos elaborado, aunque en un relato de fácil factura y lectura. Se trata de la biografía ejemplar de un joven mexicano desclasado, escrita con desenfado satírico, humor festivo, y sobretonos sarcásticos. Esta perspectiva biográfica deduce ya la crónica picaresca del aprendizaje social, y, por lo mismo, la racionalidad crítica, hecha con una lengua franca urbana popular. El antihéroe corresponde bien al esquema picaresco: se trata de la sobrevivencia elemental del sujeto sin destino social. Pero esta marginalidad es aquí plenamente asumida, sin culpa ni malestar: el joven, como un estereotipo cómico del amoralismo urbano, hace toda una carrera de gigoló en el centro de la vida social, en el turismo. Porque si el turismo es la metáfora privilegiada del mercado como centro de la modernidad mexicana, estos héroes confirman la naturaleza del intercambio. Esto es, la prostitución masculina no es sino otra forma negociada de la racionalidad de una economía definida por su capacidad de captar ingresos. No en vano, la muchacha del servicio con la que el joven pícaro quiere entablar una relación amorosa no económica, ha entregado también su cuerpo al turismo; sólo que lo hace de un modo mecánico, sin poner un precio, cándida y cómicamente. Pero el pícaro, en esta novela, ya no tiene conciencia de las contradicciones que lo han producido: su inocencia es a prueba de experiencia. Más bien, como en la versión más actual de la alineación, su mundo cotidiano de sobreviviente es el único mundo posible.
En su novela breve La cándida Eréndira, Gabriel García Márquez nos había dado una metáfora magistral de la economía como destino social: la prostitución aparecía como la equivalencia del contrabando; esto es, la forma económico–social del contrabando era alegorizada en el intercambio sexual prostituido. Oscar de la Borbolla nos sugiere que la prostitución es la forma económica de la integración social: su patético antihéroe se convierte en una persona social gracias a que se vende. Esta materia prima mexicana, se diría, tiene una crudeza satírica pareja a la miseria social y moral que la novela implica. En la brutalidad de las relaciones económicas dominantes, en el mercado que reemplaza a la historia, sólo queda el habla elemental, el malestar de decir el mundo como si fuera un lugar enemigo.
Todo ello ocurre como un intertexto, nunca como un discurso evidente, ni mucho menos como una crítica fácil. Al contrario, la trampa de la novela es que se hace leer como si el mundo que narra fuese naturalmente tal cual. Es decir, asume la corrupción del universo social como la lógica de la interacción humana. El humor, el erotismo, la aventura, son la fácil, amena, ligera materia del discurso. Sólo que estamos, claro, ante una construcción paradójica: la sátira funciona, justamente, asumiendo que estamos en el peor de los mundos. En ese sentido, su demostración es agudamente crítica. Y deja al lector librado a su suerte: el lugar que en la lectura elige es homólogo al lugar que en la sociedad tiene.
El padre de Gabriel, un héroe social tradicional, confinado a su peluquería, al renglón de los servicios pre–modernos, es estafado cuando adquiere un “peine importado”; su hijo, el pícaro es parte ya de otra lógica económica, y sus servicios corresponden a la modernización del “mercado libre”, a sus márgenes y residuos. Gabriel es como un cándido de estos tiempos de exportación, que es corrompido alegremente, colonizado sin pena, y negociado en el “mercado negro”. Forma parte, en efecto, de ese gran contingente de la informalidad, donde algunos teóricos de la modernización compulsiva y el neo–liberalismo autoritario han creído ver la nueva clientela del capitalismo triunfante. Máxima ironía: que las víctimas del sistema sean vistos como su avanzada. Pero en verdad, estos pobres diablos del bienestar aparente sólo confirman la desigualdad creciente. Y los estudios más recientes demuestran su vocación antisocial y autoritaria.
En Cristobal nonato Calos Fuentes concibió una de las imágenes más feroces de la alineación popular; el Ayatola Matamoros, cacique del fundamentalismo guadalupano, atroz metáfora de un futuro antidemocrático. En su novela, De la Borbolla nos entrega una imagen no menos feroz: la comedia deshumanizada del mercado neoliberal.
Así, reescribiendo la historia para mostrarnos una alternativa posible y humorística de su arbitrariedad, Oscar de la Borbolla ha terminado por ofrecernos un Cándido mexicano: un inocente corrompido por la versión dominante del mejor de los mundos.
El Nacional, 2/junio/93, pp 9 y 10