domingo, 2 de agosto de 2009

Asalto al infierno por Adolfo Sánchez Vázquez



ADOLFO SANCHEZ VAZQUEZ
Al participar en la presentación de Asalto al infierno, nuevo libro de Oscar de la Borbolla, me he preguntado –tal vez ustedes se preguntarán también–, tomando en cuenta que estoy muy lejos de formar parte de la vida literaria de México, ¿en calidad de qué asumo –o he aceptado la invitación a participar.
Ciertamente, una razón podría ser –aunque no suficiente– mi relación lejana con el autor en la facultad de Filosofía y Letras durante su paso por algunos de mis cursos de estética, marxismo o filosofía contemporánea. Pero ahora recuerdo, que sus incipientes inclinaciones filosóficas estaban distantes de las mías y se sentían más próximas a una filosofía como la de Eduardo Nicol, que, ciertamente, lejos de las pétreas avenidas cientifistas, positivistas, trataba de vincular filosofía y vida, cosa que a mi siempre me ha interesado pero dando a la vida la dimensión de la praxis. Con el tiempo vi que mi antiguo alumno había dejado a un lado la filosofía –ésta y aquélla– para instalarse en la literatura. Instalación que no dejaba atrás su vocación originaria idea de tomarle el pulso a la vida, sólo que ahora sin las rejillas conceptuales o los asideros abstractos de la filosofía. De todos modos, el escritor no la abandona por completo ya que no hay literatura, sin los supuestos de una concepción del hombre, de la realidad; es decir, sin una filosofía implícita. Sin embargo, no es con estos ojos de filósofo con los que he puesto mi mirada en los relatos que constituyen Asalto al infierno. Tampoco la he puesto con los ojos de lo que no soy: un crítico literario que pretende sopesar con razones los valores propios, alcanzados, tras de desentrañar la estructura interna de la obra, y sus relaciones con el contexto literario o humano en que se produce. No estoy lo suficientemente formado o deformado para atreverme a situar con precisión el lugar que ocupa la creación literaria de un joven escritor dentro del panorama actual de la literatura mexicana.
Aunque, naturalmente, no hay nunca una lectura pura, inocente o inmaculada de una obra, he procurado comportarme ante ella escogiendo una de sus posibles lecturas, y tal vez la más deseable, no sé si para el autor, pero sí para el que busca gozar, sufrir o vivir con la obra. En suma, la del lector espontáneo cuyas reacciones ante la obra no están medidas por las preocupaciones del crítico, historiador o profesor de literatura de enmarcar el valor y el alcance de la obra.
Repito que se trata de una lectura posible entre otras, pero legítima, y no sólo legítima sino auténtica, pues, en la recepción de la obra literaria, propia de los lectores de su tiempo, antes de que caigan sobre ella los análisis, estudios, tesis de un enjambre de académicos, eruditos, jueces y fiscales literarios.
Pues, bien, así es como pretendo hablar de este libro. No será superfluo informar, primero, a los que no lo han leído –y a los que recomiendo leerlo– que estamos ante un conjunto de relatos, cuentos o narraciones, aunque ninguno de estos nombres de cuenta de su verdadera naturaleza. Pues no se trata de reflejos de la realidad, ni tampoco de realidades inventadas, sino de una extraña relación de lo que se cuenta o inventa con la realidad. El modo como se documenta lo que se relata parece situarnos en un terreno periodístico. Y, por ello, no es descaminado hablar de reportajes. Pero la función del reportaje aquí no sería tanto –como en el periódico– de contar hechos reales, o incluso imaginarios, sino de contar hechos que, por el modo de ser contados, adquieren una dimensión extraña que sitúa al hecho mismo –en una contradicción dialéctica– dentro y fuera de lo real.
Pero, antes de seguir por este camino, y encontrar para estos “reportajes” el calificativo propio, diré que, en casi todos ellos, lo que se reportea se hace con humor, ironía y a veces con sarcasmo. Y no para adelgazar con ellos el cuerpo de lo real, sino para pronunciarse con ese tono irónico, humorístico o sarcástico sobre la realidad misma.
Esta es la impresión que me ha dejado la lectura de Asalto al infierno desde el primer texto: “Aventura en la tumba”. Se trata de la aventura que vive, a través de una serie de sorprendentes y naturales peripecias, el personaje que se hace pasar por cadáver con el fin de que puedan ser detenidos los miembros de una banda de profanadores de tumbas, dedicados al tráfico de órganos. Los hechos se describen y enlazan con la fidelidad de un reportaje periodístico, y, sin embargo, con todos ellos se teje una situación insólita en la que la vida y la muerte intercambian sus papeles con su trágico final pues “los muertos de mentira se volvieron muertos de verdad”. Y la ironía asoma –como decíamos– para pronunciarse sobre el mundo real, pues “no hay como pasarse una temporada en el submundo para recuperar el paraíso”. No es, por tanto, que lo real desaparezca, sino que adquiere una nueva luz cuando lo extraordinario, lo extraño, lo fantástico, se reconocen en él. Como lector, no he dejado de sentirme atraído desde el comienzo hasta el fin por las peripecias del protagonista con las que lo real se transgrede para que parezca su desnuda esencialidad.
Esta transgresión de lo real, o intercambio de papeles como resultado de ella, lo volvemos a encontrar –con otro ropaje– en otros textos como el titulado “Amor en cuatro capítulos”. Aquí se trata del periodista que, falto de una historia que contar, decide convocar a un concurso que le permita contar una historia real. Con él se convoca a mujeres para que la elegida sostenga con el periodista que convoca a una relación platónica que le permita escribir un reportaje acerca del amor platónico. Pero, como en el caso anterior, el fin propuesto no se alcanza, pues ante el amor de veras, por parte de ella, sucumbe el amor platónico. Por cierto no puedo dejar de citar un pasaje del texto en el que Oscar de la Borbolla define el amor, y que no tiene nada que envidiar a las mejores definiciones de la filosofía y la literatura:
El amor es como los eclipses: pues aunque en principio podamos enamorarnos de cualquiera, en realidad resulta difícil: Se requiere que esa media burbuja que es nuestro amor emerja hasta la superficie y, además que coincida con esa otra burbuja incompleta que es el amor ajeno. Por ello, cuando se da, dura un instante como todas las pompas de jabón y los eclipses: el amor es perverso: es como la sed o el hambre, una necesidad, pero una necesidad diferenciada a la que no es posible saciar con cualquier pan, ni son un sorbo tomado en cualquier parte: es una sed sólo de esa agua y un hambre de una persona exacta; pero la persona es infiel a sí misma, inoportuna, no hay modo de bañarse dos veces en ella, es como el río de Heráclito.
No pretendo detenerme –el tiempo no alcanza para ello– en cada uno de los ocho textos que constituyen el volumen. No lo haré tampoco en otros que se mueven –como en los dos a que me he referido– en esta línea de intercambio de papeles en el seno de lo real mismo, dando a éste el toque extraordinario, insólito –yo diría grotesco– a lo que se cuenta, narra o reportea. De este tenor es el titulado “Viajes de transgresión” –ya el título es elocuente– en el que Oscar de la Borbolla nos invita imaginariamente a que “pongamos un pie fuera del corsé de la vida” para desprendernos así de “la mortaja de costumbre”. Y, en este sentido, no se puede dejar de gozar con la parte que dedica a un “sueño de transgresión: la venganza contra el jefe” que el autor caracteriza así:
El jefe es el primer obstáculo de nuestros planes, la dificultad básica, la piedra en el zapato, el tropiezo inevitable; es el muro donde se estrella el entusiasmo, la voz sarcástica que nos hace admitir que debemos comenzar de nuevo, la chocante llamada de atención, cuando no la aprobación tacaña que baja desde el trono de la condescendencia. El jefe es, en síntesis, la patada de mula que llevamos clavada en el hígado por temor a recibirla en otra parte. Y sin embargo, el jefe es nuestro amigo.
Quiero detenerme, sin embargo, en otros dos textos que no se enmarcan exactamente en las coordenadas de los anteriores, y que si bien no dejan a un lado lo fantástico y el humor –más bien el sarcasmo– nos hacen reflexionar no sólo sobre las miserias de este mundo, sino también sobre la crueldad del trasmundo, o más allá, que la religión nos promete.
En el primero, “Tras las bambalinas del manicomio”, la lectura nos sobrecoge sin dejar una fisura para la risa, ni siquiera para la sonrisa. También aquí hay un intercambio de papeles, pues para hacer este reportaje y hundirse en un mundo terrible, Oscar de la Borbolla se ve obligado a pasar su cordura por locura. Y lo que descubre con este paso es verdaderamente terrible; la palabra que describe es de por sí una denuncia, un grito.
Pero permitidme, antes de seguir adelante, una brevísima digresión en relación con un personaje que se cita en la página 64 de Asalto al infierno: “...como dijo Ramón Martínez Ocaranza: “Todos los manicomios están locos y Dios está tan loco como sus manicomios”.” Ignoro de dónde tomó esta cita Oscar de la Borbolla; pero si es inventada, corresponde exactamente a lo que Ramón Martínez Ocaranza era como ser humano, y a lo que pensaba y sentía. Ignoro la relación del autor con él; es improbable que lo haya conocido personalmente: este poeta michoacano murió hace ya bastantes años. Digo todo esto para que no se piense que Ramón es una invención de Oscar. Yo lo conocí y traté en Morelia hace muchos años, y, puedo decir que Ramón en la vida real pensaba, actuaba y vivía como un personaje de los relatos de Oscar de la Borbolla.
Vuelvo al texto “Tras las bambalinas del manicomio”. El cuadro que el autor traza de un hospital psiquiátrico pone ante nuestros ojos una terrible realidad que, desde fuera, estamos lejos de sospechar. Aquí, De la Borbolla no hace más que trasladarla al relato. No ha necesitado recurrir a su fantasía o imaginación –salvo el recurso de hacerse pasar por loco para poder vivirla y describirla. Impresiona su descripción del comportamiento de los locos, y cae sobre nosotros como un latigazo el trato que, legitimado por el saber, por la ciencia, reciben. Un trato que no hace sino mantener y desarrollar la locura. O, como se dice en este reportaje:
La locura la inicia el clima inquisitorial del manicomio, la suspicacia de los psiquiatras, su deseo autoritario de imponer el orden, y lo que termina por enraizarla y arraigarla son los métodos curativos: las cirugías que trastornan el cerebro, los fármacos que estupidizan y el uso indiscriminado y deportivo de los toques eléctricos en la cabeza.
Con la fidelidad a los hechos, el relato se convierte en una denuncia, en la condena de una de las zonas más oscuras –y menos conocidas– de nuestra sociedad. La idea de salud que la rige es cuestionada, pues sólo es un pretexto para amedrentar y torturar al loco. Los que hablan de la inocencia y neutralidad del saber, debieran leer este relato, pues, en definitiva, lo que Oscar de la Borbolla encuentra en el hospital psiquiátrico cuando se trata de legitimar –con el saber– el comportamiento de los psiquiatras, es “la violencia disfrazada de discurso científico”.
El último texto del que me ocuparé es justamente el que lleva el título que se da a todo el libro: “Asalto al infierno”. Aquí el autor también nos sumerge en una atmósfera terrible y de denuncia; pero no se trata ya de este inframundo real que es –a modo de prisión– el hospital psiquiátrico, sino de un ultramundo, el infierno, que es, para los que viven en este mundo real, terreno, como dice el autor, “una injusticia suprema, un abuso descomunal de poder, una venganza inadmisible”. Y con la ironía que vuelve una y otra vez a lo largo de este reportaje, el autor pone de manifiesto esa injusticia suprema del infierno con estas palabras: “...ya bastante cruel es de por sí estar muerto para, todavía, pasar la eternidad achicharrándose...”
Y aquí con la ironía, se despliega la imaginación, la fantasía para describir una rebelión de un tipo inaudito en la historia humana que conoce tantas rebeliones: la rebelión para rescatar a los presos del infierno, para que reine la justicia en el más allá, rebelión por tanto contra el jefe de este imperio infernal que es el Diablo. La ironía del autor se eleva cuando nos expresa los sentimientos que provoca ver al Diablo, así como lo que éste dice al detener el ejército rebelde en la escalera de tentaciones. Todo ello con el final inesperado, de regreso al mundo después d escuchar al Diablo, hace deliciosa la lectura, sin que este deleite borre la huella que deja en nosotros el profundo significado que encierra el discurso entre carcajadas del Diablo con el que desilusiona a los amotinados y hace dar media vuelta al promotor y organizador del asalto.
Una vez más esta conjunción de lo real y lo fantástico nos permite calificar estos reportajes de grotescos, ateniéndome a una caracterización mía –y perdonen la autocita de mi libro Invitación a la estética: como lo irreal creado con materiales reales, o lo real hecho de materiales fantásticos, irreales. Lo que conduce, finalmente, al problema de la relación entre lo real y lo fantástico que aparece en el texto que cierra el volumen: “El club de las amazonas”, o relación entre dos Paulas, una real y otra fantástica, con lo cual se vincula la relación entre literatura del realismo y literatura fantástica, que De la Borbolla resuelve dando su lugar a lo fantástico en la realidad misma.
“¿Por qué –se pregunta– no se admite lo fantástico en la realidad si se cree que la realidad es más fantástica que la imaginación?”
Si se admite esto y con ello que la imaginación se queda corta ante la realidad, Oscar de la Borbolla sería –en este libro– un escritor realista ya que, justamente por el ingrediente fantástico de ella, no puede recortarla o amputarla. O, como él mismo dice: “...un escritor realista no puede ponerse sus moños ante las ofertas que la vida le hace...”. Y con ello no sería incompatible con el calificativo de grotesco que hemos dado a sus reportajes, ya que lo que hay de insólito, extraño o fantástico en lo grotesco, está en la realidad misma.
Y con esto pongo punto final a estas consideraciones de un lector que –como puede desprenderse de las impresiones y reflexiones apuntadas– se ha visto gratamente afectado



La Jornada Semanal, 247, marzo 6, 1994, pp 41–43.

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